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sábado, 2 de junio de 2012

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS SIGUE PRESENTE


El Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad, es una extraordinaria novela corta, con buen manejo de los personajes y las situaciones. Aunque el verdadero peso de la obra es la crítica a la explotación de las colonias que Europa tenía por todo el mundo, llegando a la crueldad con los nativos en todos los casos, para acumulando grandes riquezas para los explotadores.
El estilo literario es brillante, presenta la narración como contada en trasera persona. El que la derive es un pasajero, el que cuanta la historia es Marlow, transformando las palabras en rumores, como todas las criticas que recibía en Europa por el colonialismo. Sólo comentarios de poca importancia.

Otra genialidad de Conrad es la presencia moral de Kurtz, que aparece como referencia en toda lo obra, siendo presentado como el gran productor y el civilizador de los nativos, y que solo al final toma presencia física en las páginas. En su supuesta elocuencia logra manipular con nobleza a africanos y consigue la explotación irracional de ese país.
Marlow, el narrador de la obra, es contratado por la compañía y, sin saberlo, parte rumbo al Congo para buscar a Kurtz. En su travesía descubre un mundo de pesadilla perdido en medio de la selva. Es una de las primeras descripciones literarias de lo que fue la explotación en las colonias europeas, donde la crueldad era parte del afán civilizador de ese largo periodo.

La meta de la “compañía“ era extraer de la selva la mayor cantidad de marfil posible, y el trabajo de los negros era indispensable.
Kurtz era el agente que más marfil enviaba a Europa, y ha creado un reino en el corazón de África en el que su poder, impuesto a través de la muerte, la violencia y el miedo, es completo. Esta situación lo lleva a la locura. pero su aislamiento, los comentarios negativos y la falta de comunicación, le dijeron a la Compañía que el agente tenía problemas. La labor de Marlow era reparar un viejo barco de vapor hundido y llevar a un grupo de hombres al campamento para obligar al agente a regresar.
Se dice que con un buen escritor se sabe mucho sobre el personaje; con un mal escritor se sabe mucho del mismo escritor. Dentro de “El Corazón de las Tinieblas” se siente un marcado racismo, un gran desprecio hacia los nativos. Bien podría achacarle al personaje ese gran defecto de personalidad, o también a Conrad, pero ese racismo no es tan obvio en sus demás obras, o a la filosofía racial de aquella época.
En su época, finales del siglo diecinueve, Bélgica fue acusada de grandes crueldades sobre los nativos del Congo, pero la situación cambio poco en el transcurso del siglo veinte. De hecho, una de las imágenes más impresionantes de la novela es la presencia en el campamento de Kurtz de cabezas de nativos clavadas en postes, esa imagen se repitió en la década de los setentas, en Mozambique, una imagen de gran crueldad donde se ven soldados portugueses posando sonrientes a lado de esas cabezas.
Otro aspecto, éste completamente olvidado por Conrad, es el sacrificio de animales. Los europeos justificaban la aparición del material diciendo que era fósil. Pero es obvio que se tuvieron que sacrificar millones de elefantes para poder conseguir grandes cantidades de marfil. La palabra elefante no aparece nunca en el libro.
Es lamentable que un país ten rico en recursos minerales, tengo que seguir padeciendo la crueldad, ahora por una la guerra interna.


Al final llegué a la arboleda. Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.
»Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir.
»Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en su cuello.
»Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón.
...
La corriente, de color marrón, fluía velozmente, abandonando el corazón de las tinieblas, llevándonos hacia el mar a una velocidad dos veces superior a la de nuestro viaje de ida. La vida de Kurtz también se escapaba velozmente, fluyendo de su corazón hacia el mar del inexorable tiempo. El director se había tranquilizado por completo, ya no tenía ninguna preocupación vital, nos miró a ambos con una mirada comprensiva y satisfecha: el «asunto» se había solucionado tan bien como cabría esperar. Para mí se aproximaba el tiempo en que me vería solo entre los partidarios de los «métodos erróneos». Los peregrinos me miraban con desdén. Me contaba ya, por así decirlo, entre los muertos. Es extraño cómo acepté aquella imprevista asociación, aquella elección entre dos pesadillas a que me vi forzado en la tierra tenebrosa invadida por aquellos fantasmas codiciosos y mezquinos. Kurtz hablaba. ¡Qué voz! Una voz profunda y vibrante hasta el final. Sobrevivió a sus fuerzas para ocultar en los magníficos pliegues de su elocuencia las estériles tinieblas de su corazón. ¡Ah, cómo luchó! ¡Cómo luchó! Los restos de su fatigada mente eran tentados por imágenes sombrías –imágenes de riqueza y de fama que giraban obsequiosamente alrededor del inextinguible don de su noble y elevada expresión–. Mi prometida, mi delegación, mi carrera, mis ideas; estos eran los temas que le servían para la ocasional expresión de sus elevados sentimientos.

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