En mi vida han existido años tranquilos, donde nada importante pasaba; pero también ha habido noches tan saturadas de emociones que parecían pesadillas. Y esa noche en la cárcel fue una de las peores.
Todo llegó hasta mí en forma de una escándalo lejano, un murmullo amenazante, que se escurría por las rendijas para traerme la promesa de lanzar mi alma al infierno. Venían a matarme, eran muchos y estaban ebrios o drogados. Los ministeriales, amigos de los que había matado, buscaban venganza, a cualquier precio. Me sentía prácticamente indefenso, estaba encerrado en una celda de la procuraduría y sólo los barrotes y una puerta de metal nos separaba; en algún momento pensé que moriría. Pero no estaba solo, los ministeriales honestos impedían que los corruptos llegaran hasta mí. Por lo que alcancé a escuchar, sabía que fue un pleito largo, violento; cada jodido minuto de espera se hizo eterno, sólo podía oír, sin saber qué pasaba en realidad. Procuré permanecer con el rostro apacible a pesar de lo que sentía. En algún momento el murmullo se volvió un escándalo histérico en el corredor que daba a las celdas, frente a la puerta de metal. Pensé que llegarían hasta mí cuando escuché patadas en la puerta, también hubo golpes, gritos y dos disparos. Pero no pasó nada grave, el escándalo se fue debilitando; se alejaron.
Durante la tarde anterior encontré a Vallarta en una plaza cercana al centro de la ciudad, con el fin de arrestarme. Los tres ministeriales estaban tensos, mirando en todas direcciones con preocupación: tal vez presintieron lo que les esperaba.
—Puedes pasar mucho tiempo en la cárcel—dijo Vallarte y se sentó a mi lado en una banca, con gesto de preocupación.
— No creo que dure tanto tiempo encerrado; o truenan ellos o trueno yo, pero el asunto acabará pronto.
—Te tratarán de partir la madre los compañeros de los ministeriales que mataste, y tal vez tengan órdenes de los jefes— aclaró uno de los policías.
—Sólo es un juego, el que llegue vivo hasta el final gana.
Siguieron unos momentos donde nada hubo que decir. Sentía como si ese silencio trasmitiera mis temores al contemplar las caras de los ministeriales. Al ponerme en pie se sobrentendió que estaba listo. Mientras caminaba a la patrulla Vallarta me colocó las esposas con cuidado, mientras daba sus razones para justificarse.
—Es necesario que te llevemos. Ya tienes una orden de aprehensión y es mejor que seamos nosotros los que te presentemos; al menos llegarás con vida.
—Las cosas van a estar calientes, en las celdas no me podrán defender. Espero que me des alguna ventaja.
—Te dejaré una pistola y tu celular, por si acaso. Pero cuidado, sólo úsala si es necesario y que no se enteren los demás porque también tendré problemas.
Formando un grupo compacto llegamos hasta el auto y la preocupación se demostró en la plática desordenada durante el trayecto por la ciudad.
Los problemas empezaron cuando bajé del auto en la procuraduría y los ministeriales me reconocieron. Empezaron con insultos y algunos empujones. Cerca de la entrada principal recibí algunos golpes. Ya dentro del edificio empezó un escándalo que se tradujo en varios pleitos y la aparición de algunas armas. Cuando pudimos llegar junto al juez todo el bullicio se volvió un silencio expectante.
El Juez pidió que diera una declaración preliminar, ignorando mis protestas por no tener abogado. Ante una mecanógrafa expliqué de manera general lo que había pasado la noche anterior.
— ¿Esperas que creamos semejante pendejada? — dijo el joven Juez, con mirada severa y rasgos de acné en la cara—. No tenemos testigos, ninguno de los transeúntes se ha presentado para dar su testimonio.
—Tengo a dos testigos que puedo identificar.
— ¿Quiénes? —preguntó el Juez.
—Las otras dos personas que trataron de secuestrarme. Deben ser ministeriales; amigos o compañeros de los muertos. Sé que ellos batallarán para justificar el intento de detención en plena vía pública sin orden y sin motivo aparente.
El silencio se impuso en todo el recinto, una amplia habitación con varios escritorios y muchas sillas, austero y todo en un aparente desorden. Era el lugar donde la ciudadanía hacía constar sus quejas a las autoridades, aunque de poco sirviera. En esos momentos el bullicio cotidiano se había transformado en un escándalo violento, aunque después de mi declaración se impuso un silencio incómodo para todos.
—Tomen su declaración y mañana veremos qué se hace—dijo el Juez después de meditar un momento en actitud preocupada.
Fui llevado a un cubícalo apartado donde seis personas continuaron con un largo y pesado interrogatorio; al parecer todo el mundo se sintió con derecho a hacer preguntas pendejas. Ya cansado tomaron una declaración final y se imprimió seis hojas con la computadora las cuales firmé bajo protesta por no tener abogado.
Me llevaron a una celda cerca de la una de la mañana. Vallarta me entregó mi celular y una pequeña pistola calibre veintidós.
—Por si acaso— dijo el joven para despedirse.
Al quedarme sólo un temor empezó a invadir mi alma, guardé el arma en el saco y me preparé para pasar una noche mala. Pero el celular hizo ruido.
—Me acabo de enterar de que te encerraron— dijo Celina con voz preocupada—. Tengo miedo por ti.
—Estaré bien. Estoy en una celda. Aquí nadie puede tocarme.
Con creciente preocupación Celina siguió hablando:
—Es mi culpa, por pedirte que los atraparas. Si me hubiera quedado callada nada hubiera pasado.
—Por la amistad de Gustavo estoy obligado a actuar para encontrar a los culpables del asesinato. Pronto acabará y al menos encontraremos los motivos; de los culpables se encargará Dios.
—Pero tengo miedo. No soportaría que algo te pasara.
Sabía que estaba afectado, que en esos momentos había perdido todo lo que antes le daba seguridad. Su preocupación hacia mí era como el reflejo del sufrimiento por la pérdida de su esposo.
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