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jueves, 24 de mayo de 2012

La Tortura Para Destruir el Amor



Una de las mejores novelas que he leído es 1984 de Gerorge Orwell. En ella se señala la injusticia sembrada por los gobiernos tiránicos de Stalin y sus títeres, se mantuvo durante todo el siglo veinte, dejando la insertdumbre de la desaparción de millones de personas. Uno de los métodos de adoctrinamiento de los dcdentes más usados fue la tortura sicológica, el hijo bastardo de la psicología y la política.
Se aplicó por primera vez en la guerra civil española y se mantuvo en Europa del este hasta la muerte de Jrushchov. Pero fue cambiada por el internamiento en hospital psiquatrico y someter a los disconformes a fuertes tratamientos farmacológicos por años. Aunque en el mundo aún existen dictadores que todavía lo utilizan.
La novel , después de señalar un mundo manipulado por intereses políticos, presenta una historia de amor entre Julia y Winston, ambos empleados del gobierno que aspiran a un mundo mejor, demostrando desprecio por el Gran Hermano y fastidio a la ceremonia de cinco minutos de odio. Genialidad en la novela que critica los argumentos de los gobiernos para odiar a algo, o quien sea, para mantener unido al pueblo en una causa. Se utilizan enemigos reales o ficticios, como el terrorismo o el impero nefasto que no podemos señalar como real.
Al ser capturados, Winston experimenta dicha tortura, que no busca una confesión, sino destruir el espíritu de las víctimas. Ya acabado físicamente el héroe de la novela, se jacta ante su torturador, O,Brien, de que no traicionó el amor que sentía por Julia. Lo que lo lleva a un nivel de tortura superior.
O,Brien consigue su propósito y libera a un ser con el rostro deforme, pero entregado por completo al Gran Hermano.
Julia y Winston se encuentran, y con éstas simples palabras, colocadas en la novela con elegancia, se comprenden que el amor puede ser destruido por la tortura.

No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos-por el césped, lo miró Julia a la cara por primera vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta aversión procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla que le salía de los ojos. Sentárondose en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos. Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
-Te traicioné.
-Yo también te traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra personase lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas entonces tú mismo -repitió Winston como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
-No -dijo él-; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse.
-Tenemos que vernos otro día -dijo Winston.
-Sí, tenemos que vernos -dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había dicho, sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las...

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