Arthur Conan Doyle es el primer escritor que dio un personaje memorable a la literatura universal. Aún hoy, cien años después, no ha llegado un personaje más importante que Sherlock Holmes.
Cada relato cuanta con una muestra de esta deducciones brillantes. Por ejemplo: En La Aventura del Puente de Thor una melladura en la pared de dicho puente sirve para deducir que la víctima no fue asesinada, sólo que se suicido. O un reflejo del rostro de un niño en un cristal de puerta lo llevó a pensar que la mujer acusada no era vampiro, en el cuanto El Vampiro de Sussex.
El personaje de Sherlock Holmes no fue, por completo, una creación de la imaginación de Doyle. Esta capacidad de deducción fue encontrada por el autor en un profesor, Joseph Bell, de la Unversdad de Edmburgo, donde en 1877 Conan Doyle estudaba medicina. Para ser buenos médicos les recomendaba a sus alumnos la observación y el análisis del comportamiento tanto como de los síntomas del paciente podrán comprender los motivos de la enfermedad.
El gran peso que tuvo Holmes en su momento se debió a varias circunstancias. Por una parte no exista una verdadera ciencia en la investigación criminal y el más importante fue que el primer libro de Conan Doyle, El Esturo en Escarlata, apareció en 1887; menos de un año después, en 1888, aparecieron las primeras muertes de Jack el Destripador, precisamente en la misma ciudad donde Conan Doyle vivió. Es natural que el público de Londres victoriano quisiera leer relatos policiacos.
Hubiera sido interesante que el propo Holmes tratara de capturar al asesino serial, pero no aparece ninguna referencia en sus escrtos sobre el tema.
El cine trata de darnos una imagen distinta a la de la novela. A continuación un pequeño fragmento del segundo capítulo de El Estudio en Escarlata, donde el autor define a Sherlock Holmes. Es sólo un fragmento pero sirve para ver al personaje como debe ser.
2. La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.
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