Celina , de Fernando Medina de la Garza
No siento que vaya a morir. Sé que es imposible sobrevivir; pero no parece que vaya a morir. Tengo que esperar a los narcos si quiero salvar a Celina, y en realidad no tengo emociones. El temor, tan presente en otras ocasiones, parecía disiparse con la tranquilidad que me rodeaba. Las posibilidades de tortura y de una muerte grotesca eran como un sueño remoto que estaba perdido en mi imaginación. La brisa fresca de ese atardecer, el circular cotidiano de la gente, la débil llovizna; todo me relajaba, como si ese movimiento arrullara mi alma.
¿Qué le diré a Dios cuando me pregunte si he pecado? Nunca me he sentido responsable de mis actos. Siempre han existido circunstancias o motivos que me llevaron a cometer mis pecados. ¿Dios entendería? ¿Comprendería que he engañado, que he matado, que he odiado y juzgado porque ha sido necesario: que en el fondo siempre he sido bueno? No lo sé.
Sentado en las escaleras de entrada al edificio donde tengo mi oficina, encendí un cigarrillo más. No sabía cuanto tiempo llevaba ahí, ni siquiera recuerdo la hora a la que me citaron. Sólo esperaba, meditaba en los motivos que me llevaron a esa situación.
Es fácil desorientarse con la contaminación de ideas ilusas. Al principio arriesgaba todo por un concepto de justicia que no existía en realidad. Aunque no era cuestión de justicia; nunca lo fue; era un deseo de orden. Pero también había vanidad, quería demostrar mi poder, saber que podía atrapar a cualquier persona por poderosa e influyente que fuera. Al final la justicia la aplica Dios, y siempre, con mis esfuerzos, sólo he podido complicar más el panorama, de por sí confuso.
No recuerdo la hora en que llegaron; eran cuatro sicarios en un carro modesto. No hubo violencia, uno de ellos bajó y me invitó a subir con indiferencia. Me vendaron los ojos y se impuso el silencio. El subconsciente alertó a los demás sentidos para captar todo lo que pudiera de la ruta.
La venda me la quitaron cuando llegamos a un reducido cuarto dónde seis asesinos esperaban ver temor en mi rostro. No conocía a ninguno, pero sabía que eran del Cártel del Norte, y por sus miradas, sabía que ni Celina ni yo sobreviviríamos. Busqué a Celina en cuanto mis ojos se acostumbraron a la luz.
— ¿Dónde está la señora? — pregunté de inmediato.
Fragmento 2
No lo esperaba, aunque sabía que ocurriría. Había decidido cenar fuera de la pensión, García estaba vigilando y yo no tenía intención de cocinar. Decidí buscar un buen restaurante en el centro y cenar como Dios manda. Con ingenuidad circulé, en un auto con señales de disparos, mucho tiempo por las principales calles de la ciudad. Tuvo que llamar la atención de algún cómplice de los narcos y se organizaron rápidamente para atraparme.
Alcancé a entrar a un restaurante y cené tranquilo, pero al salir ya me esperaba; saltaron sobre mí. Sabía que llegarían, pero es ese preciso momento, cuando estaba distraído, pudieron sorprenderme.
Caminaba por la acera buscando el auto. Un pendejo me sujetó con fuerza. Llegaron otros dos y me golpearon en el abdomen y la ingle. Caí de rodillas, doblado por el dolor y aturdido, sin darme perfecta cuenta de lo que ocurría. Inconscientemente busqué el arma que tenía en el bolsillo interior del saco. Apresurados por raptarme, nunca se imaginaron que podía estar armado. Me levantaron para darme más golpes y dejarme caer de nuevo, supongo que esperaban que dejara de poner resistencia.
Cuando me consideraron vencido, me arrastraron hasta una Van cercana. Pero nadie, ni siquiera yo, esperábamos ese primer disparo. El sujeto que se encontraba frente a mí cayó al piso de golpe. Los otros se apartaron de inmediato tratando de sacar sus propias armas con desesperación. No recuerdo el sonido del segundo disparo, en mi memoria subsiste únicamente el grito, un poco apagado, del tipo a mi derecha, paralizado de terror. Cayó despacio, como si la vida se negara a dejar su cuerpo. El tercero ya se encontraba huyendo, aunque disparó hacia mí en dos ocasiones sin apuntar. La Van avanzó por la calle rechinando sus llantas.
Cuando se impuso la calma, la gente que circulaba por allí, empezaron a levantarse, a salir de sus refugios improvisados, para ver los dos cuerpos, y comprender que uno de ellos aún tenía movimiento. Me alejaron lo más rápido posible tratando de no demostrar miedo.
Caminé, también alejándome del lugar fingiendo indiferencia, aunque mi alma se encontraba alterada.
Fragmento 3
A las cinco de la mañana una brisa fresca recorría los pastos de un terreno baldío, cercano a una serie de colonias humildes. Para un habitante de esas colonias levantarse temprano era parte de sus actividades para dirigirse a su trabajo en bicicleta. Siempre aprovechaba el panorama a su alrededor para relajarse y alejar los problemas de su casa. Pero en aquel amanecer algo extraño había en la carretera, entre el pasto. Se acercó despacio, en cuanto estuvo seguro que era un cadáver se apresuro a revisarlo y quitarle todos los objetos de valor; sacó un reloj, la cartera, un anillo y, lo que consideró más valioso, la charola de ministerial. Subió a su bicicleta y se alejó rápido. Media hora después avisó a las autoridades por medio de una llamada anónima.
Los primeros ministeriales que llegaron al lugar creyeron reconocer el cuerpo, y avisaron que la víctima podría ser uno de ellos. El área se llenó de patrullas en cuestión de minutos. Los ministeriales se acercaron con preocupación para revisar el cadáver, con la esperanza de que fuera sólo un jodido muerto más, y no otro compañero caído. Pero un nombre empezó a surgir entre ellos hasta que se impuso ante la duda: Talavar.
Vargas y Rodríguez fueron de los últimos en llegar, sólo Vargas bajó del auto, prácticamente corrió a ver a su amigo. El miedo se refleja en su rostro al comprender que fue torturado, las señales claras en su cuerpo mostraron que fue golpeado y tal vez cosas peores. Estaba seguro de que había confesado; los narcos ahora los estaban buscando a ellos.
Cuando los compañeros vieron la cara de preocupación de Vargas sospecharon que sufría por su amigo muerto. Nadie podía imagínense el temor que apareció en su alma de golpe. El precio a pagar por traicionar a los narcos era muy alto y ahora nadie de sus familiares estaría a salvo.
— ¿Quién crees que lo mató? — preguntó un compañero comisionado para indagar el caso.
—No tengo ni idea.
— ¿Qué investigaba?
— Sobre el asesinato de González.
3
Ni siquiera se detuvo para continuar con el interrogatorio. Siguió caminando ante la mirada comprensiva de sus compañeros.
Rodríguez lo esperaba en el auto. Estaba dormido en la casa de Alicia cuando recibió la llamada para avisarle sobre la muerte de Talavar. Todo lo imaginó de inmediato, buscó a Vargas para no estar sólo y ponerse de acuerdo con su cómplice. Sólo tuvo que ver la mirada desencajada de su compañero cuando se acercaba para entender lo malo de la situación.
—Es Talavar. Los del cártel no se tragaron la pendejada del robo— dijo Vargas en cuanto subió al auto.
—Sabía que el robo a los narcos era una estupidez, pero nunca me imaginé que se atrevieran a matar a uno de nosotros— protestó Rodríguez también asustado.
—Lo torturaron, lo más seguro es que hablara. Los del Cártel ahora saben que nosotros tenemos el dinero. ¿Qué haremos ahora?
—Yo me largo a la chingada. Me llevaré el dinero que pueda y me perderé. De lo contrario nos van a matar a nosotros también.
— ¿Y si devolvemos el dinero?
—Nos matarán de todas formas.
Rodríguez encendió el auto y salió a toda velocidad del lugar. Momentos antes se sentía seguro, todo lo que deseaba era su amante y el dinero robado. Ahora en su mente la imagen de sus hijos llegaba para sembrar el temor. Los del cártel podrían hacer daño a su familia en venganza. El silencio demostró el temor que sentían cuando conducían de regreso. Sabían que no tenían otra posibilidad que huir y esperar iniciar otra vida en algún lugar, y que Dios cuidara a sus familias.
Fragmento 4
El siguiente fragmento es de una novela que trata de narrar la vida de las personas involucradas en la guerra del narco que en este momento se libra en todo el mundo, pero que lleva años con mucha intensidad en México.
— ¡Mataron a mi esposo esta madrugada!
Era chaparrita, morena, un poco regordeta y bella. Una buena persona, no se merecía lo que estaba viviendo.
— ¡Lo traicionaron sus propios compañeros!—dijo furiosa.
Mi mente se detuvo, tardé un momento en aceptarlo. Lo imaginé en el instante de su muerte: Atrapado; acosado por supuestos amigos y sinceros enemigos; peleando con rabia, no por su vida, sino por la libertad de su mundo interior. Después, vencido, vi su cuerpo de cristal boca arriba, de sus venas rotas manaba fuego puro que penetraba en la tierra para esperar el próximo advenimiento. Sus esfuerzos murieron con él, más su silencio se impondría, yo me encargaría de eso.
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